narraciones
AÑAVIEJA EN LA MEMORIA
- Por pascual-lopez-pablo
- El 24/08/2023
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- En Memoria histórica
AÑAVIEJA EN LA MEMORIA
Érase una vez hace cientos, miles de años, un lugar que con el tiempo llamaron Añavieja. Por aquí pasaron, y por lo tanto somos sus descendientes, los íberos, los celtas, los romanos, que nos dejaron piedras en honor a sus dioses, los pueblos bárbaros convertidos al cristianismo que construyeron una pequeña iglesia y después otra más grande, los moros que levantaron una atalaya para vigilar a los invasores cristianos, los murcianos que segaron el trigo, y tantas otras gentes que sería largo de enumerar. Porque Añavieja está en un cruce de caminos, es frontera de muchos antiguos reinos, es un lugar codiciado por sus manantiales, por la riqueza de sus campos y de su laguna.
La vida era muy diferente, amigos jóvenes de Añavieja. Vuestros abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, tatatatarabuelos tuvieron una vida sacrificada. Hubo guerras. Hubo paz. Este documental AÑAVIEJA EN LA MEMORIA recrea la vida del pueblo en las décadas posteriores a la última gran guerra. Es una mezcla de imágenes, palabras y banda sonora con canciones de la época. Tiempos de alegría, felicidad, pero también de oscuridad, miedos y emigración.
PARTE PRIMERA
SE HACE CAMINO AL ANDAR
Añavieja es una pedanía de Castilla la Vieja, una región que tiene salida al mar, por la actual Cantabria. Castilla, la imperial, la conquistadora de nuevos mundos, debe tener mar. Es lo que nos decían y lo que veíamos en el mapa de la escuela. El mar estaba demasiado alejado y a los añaviejeros poco les importaba que su región tuviera mar.
Se levantaban con los primeros rayos de sol y emprendían su camino hacia el tajo, que no era un río sino el lugar de trabajo, de arar el campo, de sembrar, de segar, de escardar, de aventar, de escular la remolacha, de acarrear el cereal, de llevar las ovejas a pastar, de dallar los yeros.
Por los caminos de Añavieja había mucho trajín. Campesinos que iban al tajo, mujeres que llevaban la fiambrera a los hombres que estaban en el tajo, niños que ayudaban lo que podían, potrillos sueltos que se habían escapado, burros cargados de leña, con las gavillas del monte de carrascas.
El puente de San Felices era un cruce de caminos. Había que cruzarlo para ir a Aragón, La Rioja, Navarra. Comerciantes lo atravesaban con sus productos: bacalao, aceite, vino. Los cazadores se ponían en camino para vender las piezas de caza. Afortunadamente, en todas las casas había una caballería, fuera yegua, caballo, mula, macho o burro. El camino se hacía más fácil a sus lomos.
El cartero hacía el camino desde Ágreda con la mochila de cuero, con su uniforme gris, repartía las cartas puerta a puerta y charlaba con los vecinos.
El panadero llegaba con el carro cargado de hogazas. De tortas de chicharrones. Las mujeres le llevaban una tablilla de madera, rectangular, alargada, que el panadero marcaba para saber cuántos kilos de trigo tenían que darle.
Mucho antes de que el panadero de Castilruiz trajera sus hogazas, los añaviejeros habían aprendido a conservar los alimentos y los remedios para las enfermedades, como demuestra la nevera.
CURIOSIDADES DE AÑAVIEJA (en plan cómico)
AL FINAL DE LA PRIMERA PARTE (SE HACE CAMINO AL ANDAR)
Silvia:
¿Qué te ha parecido la historia de mi pueblo y lo importante que era y la cantidad de pueblos que han pasado por aquí?
Jose:
Te voy a dar una serie de datos sobre tu pueblo que, seguro que no sabes, por muy de Añavieja que dices que eres.
Silvia:
Dudo que uno de Agreda pueda darme datos que no me hayan dado antes mis abuelos Benigno y Concha.
Jose:
Te vas a sorprender.
Silvia:
Suelta esos datos
Jose:
He leído que, según los archivos provinciales, Añavieja tenía 42 habitantes en 1843, 21 varones y 21 hembras. De los 21 varones, 4 eran menores de 18 años, 2 entre 18 y 25 años y 15 eran mayores de 25 años. ¿Cómo te quedas con estos datos?
Silvia:
Aliviada, porque ahora mismo hay más gente aquí que en 1843.
Jose:
Voy a ampliar estos datos. En 1858 el pueblo tenía 120 habitantes. Es decir, aumentó su población en 78 personas durante 15 años. ¿Cómo te sientes ahora?
Silvia:
Deprimida. En 1858 había el doble de personas que hoy, en 2023.
Jose:
Pues aún te vas a deprimir más. En mi pueblo, en Agreda, había 3179 personas. Ahí queda eso.
Silvia:
¡Soberbio, que eres un soberbio!
PARTE SEGUNDA
LA COSECHA
Cuadrillas de segadores, los murcianos, llegaban a finales de junio. La mayoría de ellos eran de la otra Castilla, la Nueva, de Toledo, de Ciudad Real, de Aragón. Pero a todos se les llamaba murcianos. Soportaban horas intensas al sol quemador, antes de que los campesinos acarrearan la mies, la llevaran con sus carros o galeras a la era para trillarla, después de extender la parva. Los trillos eran o de lascas de piedra, más primitivos, o de sierra metálica, todo un avance. Luego había que aventarla, lanzarla al viento con las horcas para separar el grano de la paja. Con la llegada de la segadora y de la máquina trilladora estas faenas desaparecieron. También el dallar los yeros o la esparceta.
Las tareas del invierno eran tan arduas o más que durante el verano. Había que escular la remolacha, escardar los campos para la siembra, arar con el arado romano de una reja.
La primavera llegaba con los campos cubiertos de amapolas, que aquí llamábamos ababoles. Pero si te llamaban ababol, no era precisamente un halago. Sin embargo, si a una chica se le decía que era más bonita que las amapolas del trigal, le estabas echando un piropo. Circunstancias del vocabulario de Añavieja.
Nos subíamos a las cinas de paja en las eras. Picaba el polvo, pero no nos importaba. Nos gustaba meternos en todos los berenjenales. Llegábamos a casa y zapatillazo que te va, por lo sucios y ennegrecidos que aparecíamos ante nuestras madres. Pero los zapatillazos de las madres eran más una caricia que una zurra.
AL FINAL DE LA PARTE SEGUNDA (LA COSECHA)
Jose:
He oído que los campesinos iban a escardar durante el invierno. Puedes decirme qué era escardar. Tú, a quien se lo contaba todo sobre el campo, su abuelo Benigno.
Silvia:
Mira y escucha bien. Escardar era cortar los cardos de los campos recién sembrados. Se usaba el escardillo, una herramienta de hierro en forma de pico de pato, colocada en un mango de un metro, que era de fresno, de sauce o de mimbrera. También usaban una horquilla acabada en forma de V.
Jose:
¿Y no se pinchaban con los cardos?
Silvia:
¡Uy, qué finos son los de Agreda!
Normalmente la faena de escardar la realizaban las mujeres, las escardadoras, que lucían un sombrero de paja o un pañuelo sobre la cabeza para resguardarse del sol, un mandil, medias de lana y abarcas cerradas para no hundirse en la tierra. En esta faena de escardar podían encontrar nidos de codorniz o de perdices tempranas.
Jose:
Y nidos de víboras, culebras, ratoncillos y lagartos. Y las escardadoras armaban un alboroto indescriptible. ¡Que también me lo contó tu abuelo!
PARTE TERCERA
CRÓNICA DE SOCIEDAD
No todo era trabajo para las gentes del Añamaza. Las bodas eran ocasión única para la celebración. A todos se les invitaba a pan, queso y nueces. Las novias no llevaban el traje de tul blanco, ni los novios los gemelos dorados en los puños de la camisa, pero eran días de celebración que duraban desde las amonestaciones, semanas antes.
Los niños nos tirábamos al suelo buscando los caramelos lanzados por los padrinos del bautizo. Después tomábamos la limonada y chocolate, detalle de los padres del recién nacido, porque los bautizos se celebraban a la semana del nacimiento. El bebé tenía que estar limpio del pecado original no fuera que un mal viento se lo llevara de repente.
En el día de su primera comunión las niñas vestían el tul blanco que no lucirán para la boda. Los niños irán de marinero, con el pelo en flequillo, pensando quizás que algún día divisarán el mar y podrán soltarse el pelo con la brisa marina.
Por las tardes, las vecinas se sentaban en el rincón soleado para hacer sus labores, que consistían en remendar pantalones, calcetines o hacer punto. Tejían bufanda tras bufanda, de colores chillones, con las manos navegando como piezas de una máquina tejedora, sin mirar ni una sola vez al suelo ni a las agujas ni a la lana, pero hablando sin parar con las otras mujeres. Los gatos ronroneaban al sol y se adormilaban al son de las voces de las vecinas.
Las imágenes que nunca se irán de nuestras retinas: el gato saltando por las sillas de la cocina o encima del escaño; las gallinas sueltas por la calle; las mujeres tras ellas con un pio, pio para encerrarlas en el gallinero; los conejos para la paella de los domingos. Se mataban con un golpe en la nuca. Una muerte ecológica. Limpia. Sin dolor. Luego se les sacaba un ojo y sangraban hasta la última gota. Tiempos en los que la carne no venía en bandejas, ni la leche en teta brik, ni los huevos en cartones. Eran productos naturales, de kilómetro cero, mejor dicho, de centímetro cero. No eran de macro granjas ni de agricultura intensiva.
Nuestras abuelas y nuestras madres cocinaban tan bien como Arguiñano. Las sopas de ajo nos sabían a gloria; los torreznos, a gloria bendita; los pajarillos fritos, atraídos por las alaicas y atrapados por las costillas, nos sabían a manjar cardenalicio, por no decir a hostias.
Correteábamos durante el baile de los domingos por la noche, entre las parejas que intentaban acercarse más de lo reglamentario, pero nos interponíamos entre ellos en nuestras carreras del que te pillo y te cojo. Sonaba en la gramola
el Cielito lindo (cantan los lectores “con ese lunar que tienes, cielito lindo…)
o también
el Bésame mucho (cantan los lectores “bésame, bésame mucho, como…”)
y las parejas querían besarse mucho. La normalidad no lo permitía. Había escopetas al acecho, que irían con el cuento a los padres de las muchachas.
AL FINAL DE LA TERCERA PARTE (CRÓNICA DE SOCIEDAD)
Jose:
Perdona, Silvia, y no te tomes a mal esta pregunta: ¿había médico en el pueblo?
Silvia:
En el pueblo había médico y veterinario. ¿Tú, qué te crees?
Jose:
Vale, vale.
Silvia:
No vivían en el pueblo. Se les pagaba la iguala por si había una urgencia y tenían que visitar a los enfermos en momentos inoportunos o durante los días de fiesta. La iguala era una especie de impuesto. Se abonaba no solo con dinero, también en especie, cereales, patatas, aves. Los que tenían la consideración de medio vecino, en el caso de las viudas, pagaban solo media iguala. El médico y el veterinario recibían un salario del erario público y la iguala.
Jose:
Me ha quedado claro.
PARTE CUARTA
RITUALES RELIGIOSOS
Los ritos religiosos estaban presentes en el día a día de los añaviejeros. Decían que había tres jueves que relucen más que el sol: jueves santo, corpus christi y el día de la ascensión. Eran días de procesión, con el párroco protegido bajo el palio celestial.
Los niños representábamos el vía crucis, escuchando las diversas estaciones que siguió el redentor hacia su calvario. Nos sentábamos en el suelo de piedra, delante de las estaciones de la Cruz. El cura derramaba incienso sobre nuestras cabezas y las mujeres entonaban canciones de penitencia:
(se oye de fondo la canción: “perdona…)
“perdona a tu pueblo, Señor, perdónale, Señor…”
Cuando el crucificado caía al suelo en tres de las estaciones, los niños hacían lo mismo, produciendo un estruendo y una alegría infantil poco grata para los mayores.
La imagen de la Virgen de Sopeña presidía las procesiones, rodeada de rosquillas, durante las fiestas en su honor. Los mayordomos se afanaban en quedar bien ante sus vecinos. Costumbre que permanece, por suerte. El sermón del día grande de la fiesta lo predicaba alguno de los sacerdotes del pueblo. Los vecinos comentaban lo bien o lo mal que había estado el sermón. Qué bien habla don fulano, no sé lo que ha dicho, pero qué bien habla.
Otro de los días importantes para el pueblo era la primera misa, el cante misa, de sus hijos sacerdotes. Uno a uno, todos los añaviejeros besaban las manos sagradas del nuevo sacerdote.
El día de la confirmación era otro de los días especiales: el obispo, al que se le recibía con arcos florales decorando la entrada del pueblo y la subida de la iglesia, les daba un pequeño tortazo y les decía:
yo soy el obispo de Roma y para que te acuerdes, toma.
Eso era lo que nos decían los mayores, pero no creo que ningún niño oyera estas palabras al obispo de turno.
Durante la Semana Santa las calles se llenaban del ruido de las carracas y las matracas. Era uno de los momentos especiales, porque a los niños nos gustaba hacer ruido y llamar la atención. Para no alterar el silencio y respetar el duelo, las iglesias tenían prohibido tocar las campanas. Pero de alguna manera debían los párrocos convocar a sus feligreses. Así usábamos las matracas y las carracas, instrumentos de madera formados por un tablero y uno o dos mazos. Al sacudir dicho instrumento, se produce un ruido fuerte, seco y bastante desapacible. De ahí que el dicho dar la matraca se convirtiera en sinónimo de ser pesado.
QUINTA PARTE
TAREAS VARIADAS
El hogar, con el fuego permanentemente encendido, con las brasas de la leña quemada dando calor a la casa, era la estancia donde la familia se reunía durante el día. Aquí se cocinaba, se charlaba, se comía, se jugaba a las cartas. La cocina era el lugar de refugio durante todo el año. Solo allí se estaba a gusto en invierno. El frio invernal invadía las demás estancias durante la mayor parte de los días.
Te metías en la cama y las sábanas eran un paño helado que mitigara las torceduras de los tobillos. El cuerpo se hundía en el colchón de lana de ovejas, que cada año se lavaba en el lavadero. Era una tarea caótica porque los muñones de lana se iban con la corriente y las lavanderas tenían que ir tras ellos. El calorífico, un tubo de metal que se enchufaba a la corriente eléctrica y lo poníamos entre las sábanas, nos calentaba los pies. O bien, usábamos la bolsa de agua caliente. Tenían la propiedad de suavizar la sensación de habitar en el mismísimo Polo Sur. Y manta sobre manta. Llegaba la mañana y estabas arriñonado. No con forma de riñón, sino con los riñones doloridos y la espalda quebrada.
El pilón de la fuente era lugar de encuentro. Las mujeres iban a por agua en los cántaros y los botijos; los hombres llevaban a las caballerías y a las vacas a saciar la sed; los niños jugábamos con el agua y llegábamos a casa mojados y las madres nos daban un zapatillazo en el trasero.
Para que aprendas, nos decían.
En tiempos anteriores a la desecación de la laguna, existía lo que se llama la dula: las vacas, ovejas y cabras del pueblo pastaban en un terreno común, dirigidas y vigiladas por el dulero, el pastor comunal.
La leche de estas vacas, que comían hierba de primera calidad, era objeto del deseo de los vecinos. Las lecheras, las mujeres que ordeñaban y vendían la leche, obsequiaban a los clientes con la chorretada, una especie de tarjeta de fidelidad de la época. Estas mujeres tenían una habilidad especial para ordeñar las vacas. No todos lo conseguían.
Si las vacas nos daban su leche, los cerdos, a los que quemábamos con ulagas en el banco de madera, nos lo daban todo. Desde el hígado, que se asaba en las brasas del hogar, hasta la sangre, con la que se hacían morcillas dulces con piñones. Las mujeres se afanaban durante los tres días que duraba la matanza del cerdo. Iban al ojo Chincharrín, el ojo del tío Nazario, a lavar el menudo; amasaban la carne picada para hacer los embutidos; colgaban en las varas del granero los chorizos. Así se secaban durante los días fríos del invierno, compartiendo lugar con el trigo, la cebada, la avena o los yeros.
Los niños perseguíamos a las ovejas por las calles del pueblo cuando el pastor las sacaba del corral para llevarlas a los pastos. El morueco se enfadaba y nos perseguía, lo mismo que hacía el perro pastor, fiel a las órdenes de su amo. Los niños éramos traviesos, pero inocentes. Buscar nidos era una de nuestras aficiones favoritas. Subíamos a los tejados a por los nidos; estábamos atentos durante la siega por si alguna perdiz había hecho el nido entre la cosecha. Cuidado con las víboras, nos advertían los mayores, que por aquí suelen salir.
Y dejábamos de buscar nidos. Marchábamos, enfurruñados, al corral a recoger los huevos que habían puesto las gallinas por cualquier rincón. Andaban sueltas y no había manera de decirles que pusieran los huevos en lugares visibles. Hasta que se construyeron los ponederos con ladrillo rojo. Ahora las teníamos más controladas. Pero siempre había alguna que seguía con la costumbre de poner los huevos donde le diera la gana.
¡Malditas gallinas!
AL FINAL DE LA QUINTA PARTE (TAREAS VARIADAS)
Silvia:
Una tarea olvidada de aquella época era el ir por agua a la fuente.
Jose:
Pues debía de ser una tarea muy difícil, porque las calles del pueblo eran y son de subidas y bajadas, con cantos rodados.
Silvia:
Eso es. Por supuesto, las mozas y las mujeres no habían ensayado prácticas de equilibrismo, sin embargo, transportaban el agua con un equilibrio excepcional. Ir por agua a la fuente representaba recoger los cantaros, los botijos y las vasijas vacías de la cocina y llevarlos a llenar en la fuente del pueblo.
Jose:
¿Cómo lograban el equilibrio?
Silvia:
Muy fácil. Con los cántaros llenos y un trapo bien asentado a la cabeza, un instante circense, se los colocaban a pulso en la cabeza y eran capaces de llevar hasta tres vasijas llenas: el cántaro, otro en la cadera y un botijo en la mano que quedaba libre.
Jose:
Interesante. Pero estoy seguro de que las mozas aprovechaban sus ratos en la fuente para charlar con las otras mozas, para festejar con sus mozos o dejarse halagar por los que venían a dar agua a la yunta.
Silvia:
Siempre tienes que poner un pero.
SEXTA PARTE
VESTIMENTA
El luto era la seña de identidad. Todas vestidas de negro. Las familias eran numerosas, cuando no había un muerto en la familia, había otro. La norma era que las mujeres debían guardar el luto durante dos años. Los hombres, uno. Estos se colocaban o bien un ojal forrado de tela negra en la chaqueta, o bien un brazalete negro alrededor de la manga. Tiempos de oscuridad, de tristeza.
No era difícil encontrarse con curas luciendo sombreros negros a juego con la sotana negra. Las monjas lucían un sombrero estrambótico, digno de las películas más originales de Berlanga. Los guardias civiles cubrían la cabeza con tricornios que hoy extrañarían a los más jóvenes. Si hoy se juntaran los tres personajes, con sus sombreros y tricornios, a más de un muchacho le haría pensar que se había equivocado de planeta.
Esto es Marte, se diría.
Las ancianas vestían de luto, con sayas que llegaban al suelo, con toquillas negras que les cubrían el torso, con pañuelos negros que les tapaban el pelo. Tiempos de oscuridad, pero entrañables, con el cariño de las abuelas inundando las vidas de los niños, a los que ofrecían pan con vino y azúcar para merendar.
En los días grandes, durante los días de fiesta mayor o los jueves que relucían más que el sol, los hombres se ponían sus trajes y corbatas, que antes eran más pinchos que un ocho, más que ahora que vestimos de chándal todos los días.
La vestimenta no era lo esencial entre las gentes de Añavieja. Lo importante era que formaban un pueblo, con la ilusión de ayudar a los demás. La monja del sombrero estuvo los mejores años de su vida ayudando a los más necesitados. Una de las ancianas que aparecen en la foto, su madre, fue comadrona y ayudó a nacer a muchos de los presentes. El varón con traje y cigarro de la esquina, el doctor Fermín, lo mismo curaba a las personas que a las bestias. Eso era lo importante: el hacer pueblo, al servicio de todos, con sencillez y sin esperar nada a cambio.
Nuestra ropa no era de marca. Llevaba la marca de los remiendos y de los zurcidos. Pasaba de hermano a hermano; de primo de ciudad a primo de pueblo. Pero, no nos creíamos menos que los niños de la ciudad.
SÉPTIMA PARTE
SOCIALIZANDO
El guiñote para los hombres, el julepe para las mujeres. Estas no pisaban el bar. Se reunían en una casa y se jugaban las perragordas a las cartas. Los hombres se pasaban el día del domingo en el bar, después de los partidos de pelota en el frontón.
Pero el lugar donde las mujeres daban rienda a su imaginación y los rumores se divulgaban era el lavadero. Bajaban por la senda pedregosa de los peñascales, cargadas con los baldes de ropa sucia, y se disponían a enjabonarla con el jabón casero, hecho de grasa del cerdo, animal que nos daba todo, y sosa. Después la aclaraban en la pila de agua más clara, junto al río.
El horno del pueblo era otro lugar de encuentro donde las mujeres contaban sus alegrías y sus penas, mientras amasaban la harina o esperaban a que el pan estuviera bien cocido al calor de la leña de las carrascas.
Recibíamos las visitas, a la familia o nuestros amigos al fuego del hogar que ardía sin parar. Las llamas crepitando y el tic tac del reloj de la cocina eran el sonido monótono, frío, ardiente. El hogar calentaba, aunque el calor se iba por la chimenea. Y nos calentábamos hasta donde llegara la fuerza de las llamaradas. Pero la conversación de los mayores se alargaba y a los niños nos entraba el sueño.
La rifa de las rosquillas, durante el segundo día de las fiestas, era la ocasión para que los conocidos pasaran por el pueblo de visita y se llevaran las roquillas, como el regalo más cotizado.
Durante la verbena de las fiestas en el frontón viejo, la plaza de toda la vida, a los mozos viejos se les jaleaba. Las mujeres rodeaban en corro a los solterones y les cantaban:
(todos cantan):
¿Qué haces ahí viejo verde que no te casas, que te estás arrugando como las pasas?
Y a los mozos viejos les daba la risa.
Tomábamos el fresco. Solo en verano, que los inviernos eran más duros que los de ahora. Nevaba y los padres se veían en la obligación de hacer veredas entre la nieve si querían que los niños fueran a la escuela.
(suena de fondo la corneta y se oye: se venden….)
El pregón con la corneta era un sonido cotidiano. Se vendían sardinas superiores. Del pajarero. Las sardinas arenques se consumían en el bar. Se pisaban envueltas en papel de periódico para quitarles las escamas. Estaban tan saladas que el tintorro sabía mejor.
El pregón anunciaba concejo para el día siguiente. Las ventanas se abrían y todos escuchábamos.
- ¿Qué ha pregonado, que con la radio no nos hemos enterado?
-se oía decir.
-Que se venden sardinas superiores y que mañana concejo en el ayuntamiento.
Al oír la palabra concejo, los niños pensábamos que eso era cosa muy seria a la que solo podían asistir los hombres mayores. Las mujeres se quedaban en casa, haciendo la cena en el hogar. En la radio sonaban canciones de Luis Mariano o de la Piquer, o los seriales que hacían llorar a las madres.
AL FINAL DE LA SEPTIMA PARTE (SOCIALIZANDO)
Jose:
Llevo en Añavieja muchos años, pero no me ha quedado claro dónde estaba el horno. ¿Me lo puedes explicar?
Silvia:
Será un placer. Estaba situado detrás del frontón, enfrente del callejón del tío Telesforo y del Florián. El horno no tenía la presencia de otros edificios públicos como el pósito, la fuente o la iglesia. Era una instalación humilde, más simple y su material de construcción era el adobe y la piedra. Tenía una bóveda esférica de arcilla para aguantar las altas temperaturas. El suelo de baldosas de barro Y..
Jose:
Para, para, que te embalas. ¿Cómo se horneaba el pan?
Silvia:
Se cocía el pan por turno, previamente pedido y señalado por la hornera. Mi abuela Concha me hablaba de la tía Delfina como una buena hornera. Las mujeres llevaban al horno la masa de harina envuelta en piezas de lino o de lienzo, dentro de grandes cestos de mimbres. Las ponían en los poyatos del horno y aquí les daban la forma de hogazas, tortas de aceite o panecillos, antes de cocerlos en el fuego del horno.
Jose:
Veo que eso del horno era cosa de mujeres. ¿No hacían nada los hombres? Porque me extrañaría que me dijeras que no.
Silvia:
Los hombres abastecían al horno con la leña de las carrascas. Nada más.
Jose:
Y nada menos.
PARTE OCTAVA
NIÑOS, NIÑAS Y MILITARES
Siempre que veo la foto de los niños y niñas de la década de los sesenta, donde están el maestro don Agapito y su esposa, doña María, me pregunto dónde estaba, dónde se había escondido doña Pepita, la maestra. Quizás era alérgica a las fotos y nunca lo dijo.
Las niñas de la década de los 50 lucen lazos en el pelo, las del 60, turbantes. Un gran avance estilístico. Las zapatillas de trapo con el botón que las sujetaba eran la tónica en el calzado de los escolares. Esto no les impedía jugar a la gancha, al bote, al escondite, al chocolate inglés o a cualquier otro de los juegos que hoy han suplantado el móvil y la Tablet. Nos conformábamos con las pequeñas cosas de siempre. No necesitábamos nuevas tecnologías para ser felices.
La estufa de serrín de la escuela apenas calentaba y pasábamos frío, envueltos en los abrigos y las bufandas.
Y el día de jueves lardero, con los maestros como guías, nos dirigíamos hacia las Fuentezuelas cantando
“ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras, tralará, vamos a contar mentiras. Por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas, tralará”.
Nuestros viajes de fin de curso eran al puente de San Felices a comer con la familia. Los padres pescaban cangrejos con los reteles, cangrejos autóctonos, mientras nos bañábamos en el río, rodeados de berrazas y esperando pescar algún barbo despistado.
Fueron tiempos de oscuridad, silencios y miedos. Teníamos miedo del cura, con sombrero o sin sombrero, por si no aprendíamos el catecismo para la comunión. Teníamos miedo del maestro, que nos pegaba sin ton ni son, para cumplir el dicho de que la letra con sangre entra. Teníamos miedo o, mejor dicho, pavor, a la guardia civil, que aparecía de dos en dos, con sus tricornios, persiguiendo algún cazador furtivo. Pero el mayor miedo de todos era el miedo al perro que estaba atado a la puerta de la entrada del pueblo. La casa grande del tío Silviano y la tía Gregoria. Era un miedo visceral, no podíamos con él. Era más un león que un perro. Era un perro leonado. Un león perruno. Un perro como Dios manda, no como los perros señoritos de hoy que pasean por las ciudades. Por cierto, se llamaba León. Era un mastín que impresionaba.
Los niños nos pasábamos el día entero por la calle. Nos olvidábamos de ir a merendar y las madres corrían detrás de nosotros con el trozo de hogaza y la tableta de chocolate en la mano. Pero se aprendieron el truco: vosotros veréis, pero el perro del tío Silviano se ha escapado y anda suelto por el pueblo. Corríamos a casa, como escopetas, como liebres, como la yasa después de la tormenta, como perseguidos por el demonio. El perro obró el milagro con los niños.
Vivíamos en el mejor de los mundos. En el paraíso. A pesar de nuestros miedos. En nuestro mundo sin tele, móviles, ordenadores, la imaginación volaba libre, sin intermediarios mediáticos. Los móviles os impiden ver la realidad, jóvenes añaviejeros. Soñábamos con héroes lejanos, con lugares inalcanzables, con paraísos imposibles. Nuestra niñez es la única patria a la que queremos volver. Volver a la felicidad infantil, al paraíso perdido. Para siempre.
El paraíso se terminó cuando a muchos de nosotros nos llevaron a estudiar fuera del pueblo. O cuando toda la familia tuvo que emigrar a la ciudad. La libertad de hacer lo que queríamos se acabó. De alguna manera, la inocencia, la felicidad, el paraíso infantil se remató, serré, serré, serré, se remató, como anunciaba el bueno del tío Marín en la rifa de las rosquillas.
Con los años, los niños que se asustaban de un perro fueron a servir a la patria y siguieron con sus miedos, al sargento chusquero o al brigada con malas pulgas. La mili era obligatoria y no sabéis, jóvenes añaviejeros, de la que os habéis librado.
EPÍLOGO
¡Ojalá el tiempo retrocediera y no avanzara sin piedad! Hemos aprendido que la felicidad de aquellos años consistía no en tener, sino en no necesitar. Los recuerdos se empequeñecen cuando se trata de la niñez. Se difuminan. Por eso, es preciso sacarlos a la luz. Es bueno recordar. Con los recuerdos salimos al encuentro de la inocencia. Lo que permanece son las obras. Las generaciones pasadas nos dejaron un buen legado: cariño por el pueblo, esfuerzo para salir adelante, sentido de comunidad ¡Recuperemos este legado! Por nuestro bien.
Solo acabar con un deseo: que la luz, la alegría y la paz reinen para siempre sobre la oscuridad, los miedos y los odios entre las gentes de esta tierra entrañable.
Esto es todo. Serré, serré, se remató.
Esperamos vuestras fotos para próximas actuaciones.
MUCHAS GRACIAS A TODOS.
La quinta del biberón en la Batalla del Ebro
- Por pascual-lopez-pablo
- El 10/03/2017
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- En Memoria histórica
La quinta del biberón en la Batalla del Ebro
En Abril de 1938 las autoridades republicanas llamaron a filas a los jóvenes nacidos en el año 1920. Cuando se incorporaron al ejército, muchos de ellos apenas llegaban a los 17 años. El ejército nacional avanzaba por tierras de Lérida y Tarragona y su objetivo era la capital catalana. Azaña, Negrín, Líster, Rojo y los asesores militares comunistas soviéticos intentaron contener el avance, contraatacando en la orilla del Ebro.
Del 25 de Julio al 13 de Noviembre de 1938 estos jóvenes imberbes combatieron con escasez de armas y munición, enfrentados a un enemigo provisto de las mejores armas, uniformados, organizados, apoyados por la aviación alemana, que bombardeaba las líneas del ejército de lo que quedaba de República. Estas tierras de la orilla del Ebro, alrededor de Gandesa, sirvieron de escenario para la batalla más cruel de la guerra civil. Sus sierras poderosas, sus valles inundados de frutales, olivares, almendros y viñedos, fueron testigos de la desaparición de jóvenes apenas preparados para la lucha.
Antes del llegar al frente, una vez cruzado el Ebro, pudieron escuchar los consejos, experiencias y aventuras de los hombres del Campesino; las arengas del general Líster, que los anima a morir por la República; las consignas políticas de los comisarios soviéticos, que lo controlan todo. Cruzan el rio, junto a veteranos de las Brigadas Internacionales, por Ascó, Flix, Riba-roja d’Ebre, Mora la Nova, Mora d’Ebre, Benissanet. Les espera el infierno: trincheras, nidos de ametralladoras, bombas, granadas, hambre, miedo…Hay que resistir como les pide Negrín, el jefe de un gobierno cada vez más desperdigado, hay que luchar hasta que quede una gota de sangre, hasta que los aliados europeos se pongan de acuerdo y vengan a auxiliarles. Esperanzas vanas. La sierra de Pandols es una carnicería para los soldados de ambos ejércitos. Algunos soldados se arriesgan y desertan. Su destino será el pelotón de fusilamiento si son atrapados en la huída, como ocurrió con alguno de los jóvenes de la quinta del biberón.
Solo unos cientos de los miles de reclutados se salvaron al final de la batalla. Los que cayeron presos acabaron en los campos de trabajo franquistas. Los que marcharon al exilio se alistaron en el ejército francés y muchos fueron a parar a los campos de concentración nazis. Una pérdida de vidas inútil. Hubieran preferido vivir de rodillas que morir de pié. Por lo menos, hubieran tenido la oportunidad de cambiar su destino.
Los niños de la guerra
- Por pascual-lopez-pablo
- El 07/02/2017
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LOS NIÑOS DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA
La cruel guerra que destruyó los pueblos y ciudades de España, que causó miles de víctimas, que generó una represión inhumana nunca vista hasta entonces, también provocó la huida de cientos de miles de hombres, mujeres y niños. Huían de una masacre segura, de la miseria más extrema o de la represión de los vencedores.
Las primera víctimas de esta huída fueron los niños. Los bombardeos de Durango, el 31 de Marzo de 1937, y de Guernica, el 26 de Abril del mismo año, por la Legión Cóndor de los nazis, encendieron la alarma. El gobierno vasco hizo un llamamiento al mundo para que acudiera en auxilio de sus tierras y sus niños. Desde ese momento, salieron más de treinta mil niños. Muchos países acudieron a la llamada. Una tercera parte de los que se fueron jamás regresaron. Fueron las víctimas primeras e inocentes a los que hay que añadir los casi ciento veinte mil que murieron durante la guerra.
A Francia fueron a parar la mayoría de aquellos niños. Fueron repartidos en familias de acogida o en colonias, instalados en hoteles, casas de campo, palacetes y conventos. Al final de la guerra muchos regresaron. Los hijos de los vencidos se reunieron con sus padres en el exilio, si habían sobrevivido a la guerra.
Bélgica recibió el segundo grupo de niños exiliados. A Rusia llegaron más de tres mil en cuatro expediciones. La primera fue el 17 de Marzo de 1937. El buque Gran Canaria llegó a Odessa con hijos de políticos de la República y de oficiales del Partido Comunista, entre ellos Amaya, la hija de La Pasionaria.
El gobierno británico se negó a dejar entrar en el Reino Unido a refugiados españoles no combatientes. Después del bombardeo de Guernica, consintió la entrada de niños, a condición de que su cuidado y mantenimiento dependieran del National Joint Committee for Spanish Relief, sin que pudieran recibir subvención pública. Esta organización se encargó de todos los trámites del transporte en barcos y de la acogida de niños en suelo británico.
A diferencia de los británicos, el presidente mexicano Cárdenas acogió con entusiasmo a los niños refugiados. Su mujer, Amalia, presidió el Comité de Ayuda a los niños del pueblo español, que se encargó de su traslado e instalación en Morelia, en el Estado de Michoacán. Aquí les recibieron miles de personas. Fueron alojados en el internado Escuela España-México, dos viejos caserones expropiados a la Iglesia, antiguos seminarios.
Hijos de estos niños de la guerra vuelven estos día a España para conocer el lugar de sus antepasados. Aquí se les mantiene en el olvido. La memória histórica es frágil.
Para saber más sobre refugiados de la guerra: DIARIOS DE LA REINA DEL OCÉANO.
Mohamed Chukri en Tanger, años 40
- Por pascual-lopez-pablo
- El 10/01/2017
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- En Memoria histórica
Mohamed Chukri en Tánger, años 40
Un protagonista de Antes que la memoria nos abandone, Nazario, viaja a Tánger en los años 40 con unos compañeros de estudios de Madrid. Allí le suceden hechos extraordinarios en una ciudad enigmática, laberíntica y sorprendente. Es fácil que por sus calles se cruzaran con Mohamed Chukri, autor de novelas y relatos, en los que plasma sus vivencias descarnadas, realistas y crueles.
Chukri nació en 1935 en un pueblo del Rif, Beni Chiker, en la provincia de Nador del Protectorado español en Marruecos. No todos lo jóvenes conocen que desde 1912 hasta 1958 la zona norte marroquí, que incluía las regiones del Rif y de Yebala, estaba controlada por el ejército español. La capital del Protectorado era Tetuán. Es posible que desconozcan que Tánger, con estatuto de ciudad internacional, fue ocupada por el ejército franquista desde Noviembre de 1940 hasta Junio de 1945, con la aprobación de los jerarcas nazis, que controlaban el norte de África desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Para conocer el Tánger de aquella época hay que leer a Chukri. A esta ciudad llegó con once años desde su pueblo rifeño huyendo de la violencia de su padre y de la guerra. Vivió en las calles tangerinas rodeado de miseria, prostitución, drogas y crueldad. A los veinte años se marchó a Larache para aprender a leer y escribir. Regresó a Tánger donde comenzó a codearse con los bohemios e intelectuales que inundaban la ciudad. Trabó amistad con todos ellos: Paul Bowles, Jean Genet, Tennessee Williams.
Con su primera novela, El pan a secas, escrita en 1973, alcanzó el éxito internacional. Sin embargo, en su país, estuvo censurada hasta el año 2000. Es esta novela un relato de la realidad miserable, de la época del hambre en el Rif. Es la autobiografía del joven Mohamed que sufre la incomprensión, la injusticia, la violencia y el hambre en las calles de Tánger y Tetuán. Conocerá el dulzor del sexo y la amargura de la cárcel.
Otras dos novelas completan su Trilogía de su vida: Tiempo de errores y Rostros, amores, maldiciones.
En el libro de cuentos El loco de las rosas, con amargas experiencias y con un estilo espontáneo, libre de pedantería y preciosismo, abunda en los relatos sobre los marginados de la sociedad marroquí.
Emigrantes de hoy: Ayyoub, el soñador
- Por pascual-lopez-pablo
- El 18/12/2016
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- En Refugiados y migrantes
Emigrantes de ayer y de hoy
Nuestra memoria es frágil. Así lo demuestra la historia. Nos hemos olvidado de los años cuando los emigrantes españoles se buscaban la vida más allá de nuestras fronteras. En los tiempos de bonanza económica a nadie se le hubiera ocurrido pensar que la historia es cíclica. Los jóvenes, educados en la abundancia y la superprotección, desconocen que generaciones de españoles emigraron. Sin embargo, muchos jóvenes han tenido que marcharse a otros países para trabajar. Es la generación mejor preparada en décadas. Aquí no hay trabajo. Solo empleos y sueldos de miseria. Los mejor cualificados han emigrado a Alemania, Gran Bretaña, Irlanda, y cualquier otro país que les ha ofrecido mejores oportunidades.
Los jóvenes que llegan a través del estrecho, los exiliados que tienen la suerte de obtener un visado, los que cruzan las fronteras con o sin papeles, tienen ante sí un panorama bastante desafortunado: serán mano de obra barata, recibirán salarios indignos, tendrán que trabajar horas extras o compaginar varios empleos para poder salir adelante.
No hay diferencias entre los emigrantes españoles del pasado y los emigrantes que llegan a nuestras ciudades y pueblos, cargados con la ilusión de un futuro mejor, como es el caso de Ayyoub Deriouech. Este jóven marroquí llegó a Benalmádena hace un año. Estudia Ingeniería Mecánica en la Universidad de Málaga. En sus ratos libres hace pequeños trabajos que le ofrecen. Así, y con la ayuda que recibe de su padre desde Fez, puede seguir con sus sueños. Desde niño ha soñado con ser una estrella del fútbol en España. Los adolescentes marroquíes están fascinados por la imágenes que les llegan a través de la televisión. Quieren ser como sus idolatrados futbolistas del Bernabeu o del Nou Camp. De momento, Ayyoub, juega en el equipo de Benalmádena. Es muy jóven y tiene toda la vida por delante.
Ayyoub nació en un pequeño pueblo cercano a Fez. Su hermano mayor trabaja en Málaga, donde vive con su familia. Su hermana emigró a Alemania y trabaja en Berlín. En Fuengirola vive y trabaja una hermana de su padre, de la que está pendiente y a la que cuida cuando está enferma. No cuenta que es la injusticia social la que obliga a los más pobres a emigrar, que en Marruecos hay ricos que no quieren perder sus privilegios. No menciona, a pesar de ser muy expresivo en sus gestos y palabras, la sumisión de sus paisanos a los gobernantes, sometidos a su vez, al poder real. Sueña con ser una estrella del fútbol. No le importa ganar mucho dinero, solo lo imprescindible para vivir.
Ayyoub llegó a España en barco, con papeles, pero él conoce a muchos que lo hicieron en balsas ilegales. Comenta que estos prefieren morir en el mar por conseguir una vida mejor. Todos le dicen que aquí viven mucho mejor que en sus países. No se ha acostumbrado todavía a la comida, al invierno triste de la costa malagueña, a las fiestas discotequeras, a la carestía de la vida. Pero él se quedaría para siempre en España, porque aquí puede hacer realidad sus sueños, porque aquí ha encontrado buena gente.
A este joven emigrante de hoy, al amigo Ayyoub, afable, risueño, diplomático, le deseo las mejores venturas. Como a todos los emigrantes, españoles o no, que trabajan lejos de sus pueblos.